lunes, 2 de abril de 2018

¿POR QUÉ TOREAS?

A continuación pueden leer el relato "¿Por qué toreas?", por el cual he sido galardonado con el segundo premio de la modalidad literaria en el XXIX Concurso de Creación Literaria y Artística organizado por Aula Taurina.

A la edad de catorce años, un adolescente con físico pueril y mentalidad de adulto en ciernes, decidió apuntarse en la escuela taurina esperando realizar no sabía muy bien qué sueño. Llegaba este joven con toda la ilusión del mundo y con la bendita inocencia de no saber dónde se estaba metiendo. Le movía una vocación un tanto tardía que le impulsaba a hacer algo de lo que aún no tenía ni la más remota idea.
Ese primer año fue realmente duro, de estrellarse contra todo y de sufrir mil situaciones en las que se andaba alrededor del ridículo por la ilusión pura y la absoluta inocencia. No tuvo apoyo alguno de nadie dentro de tan difícil mundo, nadie que le ayudase ni que tratara de guiarle para aprender a andar solo. Todo fueron frustraciones y aprender lentamente de la torpeza, y créanme que no existe un mundo más duro y a la vez más bonito que el mundo del toro para aprender a vivir viviendo.
Muy poco antes de su decimoquinto cumpleaños, le llegó su primera prueba de fuego: el primer encuentro con un animal bravo en un evento en su propia escuela. No era más que una pequeña becerra cuyos apéndices auriculares tenían mayor longitud que sus astas. Sin embargo, no fue capaz de mantener la quietud ni de dominar nunca la situación, pues verdaderamente no sabía cómo y no logró escuchar ni entender lo que le decían esas voces que nunca antes habían estado ahí cuando él mostraba sus ganas de aprender.
Volvió aquel día de su debut llorando sin consuelo, y en su ambiente familiar, donde no había agradado su idea de ser torero, pensaron que al fin volvería a la cordura y a ser un niño normal. Sin embargo, el joven continuó entrenando y esmerándose como si nada hubiese pasado. Él no lo sabía, pero el paso que había dado había sido trascendental por lo que significaría para él. Cumplía ya los quince años y continuó esforzándose por aprender y sacrificándose como el primer día, pensando que rendirse no era una opción.
Seguramente, deslumbrados por aquello, dos de los novilleros sin caballos que iban a entrenar a la escuela le tendieron la mano, comenzaron a guiarle y a enseñarle nociones básicas sin las cuales es imposible torear. Sin duda ambos se vieron reflejados en aquel niño que también un día fueron y creyeron que este joven merecía un poco de ayuda.
Una tarde, tras el entrenamiento, Curro, uno de los novilleros, le hizo una pregunta. Una pregunta que solo la propia persona puede responderse a sí misma, porque la respuesta es tan esencial como subjetiva. Ésta era la de: ¿Por qué toreas? Y no eran válidas respuestas como, “porque quiero" o "porque me gusta.” El chico se quedó perplejo y sin saber qué responder; pero solo tuvo que consultarlo aquel mismo día con la almohada para dar con la respuesta, y ésta le serviría para siempre. Para tener las cosas claras y para recordarlo a menudo, los días en los que todo saliera bien y en el día a día para saber por qué caminaba y hacia dónde y sobre todo, en los días en los que todo viniera en contra y la vida golpeara con fuerza, para ser capaz de volver a levantarse.
Poco después de aquello, sin esperarlo, le llegó una nueva oportunidad de verle la cara. Ciertamente, no sabía muy bien a dónde ni a qué iba cuando le dijeron que iba a un tentadero a una ganadería. Allí, antes de un toro, el matador invitado toreó una vaca. Una erala burraca, bien criada y que, aunque no le importó porque tampoco supo verlo, tenía dos puntas como dos alfileres. Tras la labor del torero, le permitieron tener su momento. Montó su muleta y sorprendentemente despacio, encajado, sentido y bien colocado, embarcó la embestida en una interminable y ligada tanda de derechazos, cada cual más ceñido, más acompasado, más templado y más profundo. Sintió cómo el animal pasaba una y otra vez rozándole el cuerpo, empapándole de sangre y persiguiendo bravamente su muleta.
Desmayándose se rompió la cintura en cada muletazo y acabó cambiándosela por la espalda y bordando un pase de pecho, para luego desplantarse casi con lágrimas en los ojos.
De aquella mañana de febrero han pasado ya varios años y aquel joven siguió luchando por su sueño y pensando que rendirse no era una opción, estrellándose muchas veces contra la frustración y la realidad siempre tan injusta, pero teniendo claro que debía ser fiel a sí mismo y aprender a andar sin engañarse nunca y que llegase a donde llegase, esa fidelidad ya sería un orgullo para toda su vida.
Ahora es cuando volvemos a hacernos esa pregunta tan difícil y tan importante que al joven del que hemos hablado le formularon. ¿Por qué se torea?
Se torea para expresar un sentimiento, para transmitir una emoción, para sacar del alma algo tan profundo que no se puede contar más que toreando. Por ello los toreros son grandes artistas, pero tienen el condicionante de que no realizan su obra cantando, ni tocando un instrumento, sino delante de un animal poderoso e indómito y que tiene su propia voluntad, al que, mediante el valor apoyado en la técnica y la inteligencia, se le puede realizar esa obra, pero nada menos que arriesgando la vida correspondiendo a que el animal te entrega la suya.
Se torea como se es y toreando se cuenta ese misterio que se necesita expresar del que hablaba Rafael "El Gallo". Aunque hasta en las peores tardes vemos algún lance o muletazo para el recuerdo, lograr eso en una faena rotunda es algo altísimamente difícil, pero que, cuando se produce y se conjuntan toro, torero y público, tienen lugar los acontecimientos inolvidables que sacuden el toreo, y en los que incluso nos dan absolutamente igual el dinero, las fincas, las orejas... pues nada importa más que lo eterno.
El toro, ese animal que te da la gloria y que te quita la vida, es el único que imparte justicia en este mundo tan bello, pero tan repugnante en lo que no se ve, pues es él, al final, quien descubre a los malos toreros y a los impostores, a esos que no tienen ningún misterio que decir o que directamente no dicen nada porque no tienen nada que expresar o que fingen ser lo que no son.
Ya lo dejó dicho el Maestro José María Manzanares: “ser torero implica un fondo de sentimiento y una manera de ser y vivir que distingue. Por eso, a los toreros de verdad, los conoces hasta en la calle."