sábado, 18 de mayo de 2019

Aparicio y Cañego: 25 años de una faena eterna

Decía Francisco Rabal interpretando a ese mitificado personaje de Juncal, que hay dos clases de toreros: los de arte y los de valor. Y que, aunque esos de arte toreen más bonito y más plástico, son los de valor los que mandan, mientras que los de arte simplemente acompañan.
En cierta parte, este planteamiento tiene lógica y razón y es un mantra que muchos personajes con los que nos cruzamos en el mundo del toro tienen por bandera, elevándolo hasta lo irracional.
El ser humano tiende a huir de aquello que le provoque el esfuerzo de razonar y prefiere el dogma o lo emocional antes que lo racional y por tanto profundo. Por ello, comúnmente, tiende a simplificar cosas muy complejas porque es mucho más sencillo y menos laborioso. O eres de izquierdas o de derechas, monárquico o republicano, de letras o de ciencias, del Real Madrid o del Barcelona...
El toreo, como todos los ámbitos, tampoco se escapa de esas simples y a veces absurdas dicotomías. O es una ganadería torista y dura, o es torerista y comercial y los toreros, o son de arte o son de valor.
Pero no, señores, la realidad es compleja y estas dicotomías son un marco muy pequeño, excluyente y el ceñirse a ellas es algo propio de mentes pequeñas.
Definir o encasillar a un torero es algo complejo y difícil; aunque sin embargo, al final, hacer el toreo sea hacer toreo indistintamente. Pensemos por ejemplo en Talavante. Ateniéndonos a esa clasificación simplista, ¿qué sería? ¿De arte o de valor? El Juli, José Tomás, Roca Rey, Manzanares, Morante, Ureña, Emilio de Justo, Fortes... ¿Qué son? ¿De arte o de valor? O más profundamente, ¿qué es el arte y qué es el valor? O más hondo aún, ¿qué es el toreo?

De esta manera, si insuficiente y simplista resulta esa clasificación entre arte y valor, más lo es cuando nos referimos a Julio Aparicio Díaz, un torero que más que ningún otro merece la clasificación tan contradictoria como veraz de torero inclasificable.
Hijo de una gran figura del toreo como Julio Aparicio Martínez y de Magdalena Díaz "Maleni Loreto", reconocida bailaora natural de Sevilla y de etnia gitana, Julio decidió ser torero por verdadera vocación. Lo común y lo habitual que se escucha hoy día de él es que fue (y es) un torero artista, diferente y con personalidad. Y son éstas tres calificaciones que dicen muchísimo de lo que es un torero, pero que se quedan realmente cortas porque, aunque no se recuerde o no se le haya hecho justicia, Julio Aparicio Díaz ha sido muchísimo más que un torero de arte e inspiración.
Hablar de Julio Aparicio es hablar de un torero único y genial, con un profundísimo y personal sentir que expresaba y transmitía delante del toro con una fuerza descomunal que le brotaba desde muy adentro. Esa personalidad y ese sentir tan fuertes le llevaban al mismo tiempo a ser capaz de realizar la más grande de las faenas y a ser absorbido por su propia mente, pues el torear sus propias emociones le pasaba a menudo factura impidiéndole estar bien o hasta jugarle verdaderas malas pasadas...

Pero no solo hablamos de un torero de tremendo sentimiento e inspiración, sino igualmente de quien hacía el toreo con unas muñecas rotas y que toreaba tan natural como encajado, asentado y profundo. Un torero que no solo hacía como nadie el toreo fundamental, sino que tenía la suficiente raza y capacidad para hacer todo tipo de suertes como el torear extraordinariamente de rodillas, y sorprender con los impulsos más impresionantes y personales. Pero también era un estoqueador relativamente seguro y ortodoxo, algo que, paradójicamente no suele relacionarse con los toreros de su corte.
Sus faenas llegaban con enorme fuerza solo por su sentimiento, su pasión y su carga emotiva a pesar de que en ocasiones por ella sacrificara en parte la naturalidad o a veces también la pureza. En cualquier caso, todos estos aspectos hacían de Julio Aparicio Díaz un torero incomparable.
En este día le dedicamos esta entrada porque justo hoy sábado, se cumplen nada menos que las bodas de plata de una faena eterna. Un cuarto de siglo desde aquella tarde isidril del 18 de mayo del 94 en la que inmortalizase a "Cañego" de Alcurrucén en una faena que nunca ha quedado en el olvido.
Julio había toreado mucho de novillero con picadores desde su debut en febrero de 1987 en la plaza de toros de Gandía (Valencia), siendo apoderado, y en cierto modo cuidado, por las mejores casas. En sus tres temporadas con los del castoreño tuvo muchas actuaciones verdaderamente memorables, lo que le catapultó a una alternativa con gran ambiente tras ser uno de los novilleros punteros de su tiempo. Se doctoró en su Sevilla natal, la tarde del Domingo de Resurrección de 1990, vestido de blanco y oro, siendo su padrino Curro Romero quien le cedió los trastos en presencia de Juan Antonio Ruiz "Espartaco", para lidiar al toro "Rompelunas" de la ganadería de Torrealta.
En sus primeros años de matador, Julio había cosechado grandes éxitos y realizado faenas de gran trascendencia, pero en plazas de menor entidad en comparación con los escenarios de primerísimo nivel que rigen de verdad el toreo.
Se le criticaba mucho su falta de compromiso, se le negaba su condición de figura emergente y se afirmaba que esos triunfos alcanzados no tenían demasiada relevancia porque habían sucedido en escenarios menores. Se le acusaba de ser un torero débil y sin la capacidad de ir a afrontar compromisos de verdad importantes tras una carrera entre algodones que había llevado desde novillero.
Aunque hubo negociaciones para anunciar su confirmación en el San Isidro de 1993, finalmente no hubo entendimiento con la empresa y, para más inri, en pleno mes de mayo, Aparicio debía cortar la temporada al sufrir una grave lesión de ligamentos mientras toreaba en la plaza francesa de Nimes. Dicha lesión estuvo cerca de haber tenido consecuencias irreversibles y le mantuvo apartado de los ruedos hasta el inicio de la siguiente temporada.
Tras varios años de espera, finalmente la confirmación de alternativa en Las Ventas se cerró en el San Isidro de 1994.
La expectación de aquella corrida era grande, pues además de ser un gran cartel, se aguardaba con gran ilusión en la capital la llegada de Aparicio; aunque igualmente, un sector de la afición venteña le esperaba más con ansias de censurarle tras cualquier fallo y así reafirmar las críticas que tanto se le habían hecho que con la ilusión de verle torear. Un tribunal popular que muchas veces, por ese afán judicial puede dificultar más el desarrollo del toreo que los propios toros.
De esta forma llegó por fin la esperada tarde del miércoles 18 de mayo, donde en una plaza que registraba una gran entrada Julio Aparicio, vestido de grana y oro, hizo el paseíllo desmonterado en medio de sus dos compañeros de terna: José Ortega Cano y "Jesulín de Ubrique".
Para la ocasión se había anunciado una corrida del hierro de Manolo González, de la cual tan solo tres toros titulares fueron aprobados, remendándose con otros tres ejemplares de la ganadería de Alcurrucén, también de encaste Núñez.
El abreplaza, el toro de la confirmación, fue "Candelero" de Manolo González, con el cual, tras la ceremonia Aparicio estuvo correcto y voluntarioso, sin poder dejar más que algunos pases sueltos ante un toro flojo y soso y al que mató bien, siendo silenciado.
La tarde estaba siendo totalmente decepcionante, no estaba pasando nada. Las faenas, entre el viento, el frío, que los toros no servían demasiado y los toreros no estaban demasiado inspirados, no tomaban ningún vuelo. Ortega fue pitado con el segundo y tras su actuación en el cuarto hubo una fuerte división e igualmente "Jesulín" fue abucheado y aplaudido tras la lidia del tercero.
Al contrario de lo que suele suceder cuando hay una confirmación, el confirmante no lidió primero y sexto, sino que, al tener mayor antigüedad que el testigo, una vez recuperado el orden natural en los segundos turnos, Aparicio lidió al quinto de la tarde y luego "Jesulín" cerró plaza con el sexto.
De esta forma, apareció en el ruedo el quinto toro, "Cañego" de nombre, un ejemplar cuatreño nacido en diciembre de 1989, de pelo negro chorreado en morcillo, herrado con el número 67 y perteneciente a la divisa de Alcurrucén. Un toro de 566 kilos de peso, recogido de pitones, armónico y muy en el tipo del encaste Núñez.
Como es clásico en la procedencia, el toro salió abanto, frío, sin fijeza, gazapón y sin definirse. Tras pararlo y durante el tercio de varas Julio no llegó a estirarse con el capote ni a hacer quite, pues el toro se quedaba corto y era muy incierto. No obstante, el torero tuvo paciencia y se limitó a lidiar de capa, esperándolo, llegándole cerca con las bambas, viéndolo y tratando de ayudarle a romper. Finalmente Julio, con un torero recorte, lo dejó colocado frente al caballo que montaba su picador Ángel Rivas, quien le administró una primera vara un tanto trasera y no de mucha duración, en la que el toro se dejó pegar empujando por derecho y con la cara a media altura.
Tras el puyazo, Aparicio volvió a hacerse cargo del toro y a darle un buen número de capotazos, en los que con paciencia, serenidad y conocimiento lidiador volvió a calibrar las condiciones del animal y a tratar de hacer las cosas a su favor. De nuevo tomó el toro otro puyazo muy en corto, empujando sin celo y repuchándose. Fue "Jesulín" quien lo sacó del caballo e hizo valer su derecho de quite; no obstante no llegó a rematarlo, pues el toro lo imposibilitó dada su embestida incierta y ayuna de franqueza. El propio torero de Ubrique lo dejó frente al peto para tomar una tercera vara, que fue bien señalada por Rivas y en la que volvió a repucharse. Una vez cambiado el tercio, Ortega Cano tampoco dejó escapar su oportunidad y logró hilvanar dos verónicas y una media, aunque sin asentar demasiado las plantas y siendo pronto censurado por un público aún contrariado tras su actuación en el segundo.
El toro de Alcurrucén no rompía, esperaba mucho, desesperaba su gazapeo, no tenía fijeza, probaba, medía; pero a pesar de ello, Julio, esperanzado por cómo en muchas ocasiones había apuntado por su forma de meter la cara, confiaba en que al final, como buen Núñez tuviese un buen fondo y lo acabase sacando.
En el tercio de banderillas, Luis Villalba "Villita" se encargó de la brega, mientras que Jesús Márquez y el tercero Pedrín Sevilla colocaron los palos, todos ellos con mayor eficacia que verdadera brillantez ni lucimiento, cerrando al toro en el tercio una vez colocados los rehiletes.
Llegados al tercio final, con la muleta montada sobre la derecha, Julio se reunió con el toro pegado a tablas pasándolo genuflexo por el pitón derecho para a acto seguido separarse del animal unos metros con pasos laterales. El toro le venía andando, muy incierto y probando mucho, pero a base de esperarlo y tragarle, lo fue sacando para afuera con varios muletazos de pitón a pitón, en los que le embistió sin humillar en exceso pero con recorrido. Tras rematar con dos pases de pecho unos metros más afuera de las rayas arrancó las palmas del público mientras salía andando de la cara. Separado unos pocos metros del toro montó la muleta nuevamente sobre la diestra e hizo el amago de comenzar una serie paralelo a las tablas; pero antes de llegar a colocarse, decidió cambiar el planteamiento y situarse en el centro del ruedo y citar en la larga distancia.
Mientras Julio se dirigía del tercio a los medios corriendo para atrás, el runrún del público aparecía de forma reveladora e iba creciendo mientras el torero se descaraba y mostraba su decisión con ostensibles gestos. El toro le aguardaba encampanado en el tercio sin demasiada fijeza en él, pero tras varios cites y acortar varios pasos, "Cañego" acudió de largo a la muleta de Julio, andando los primeros metros como había hecho toda la lidia y rompiendo a galopar con alegría a mitad de camino.

Le aguantó el torero sus titubeos y le dio dos pases diestros en línea recta quedándose en el sitio para ligar a acto seguido tres derechazos encajados, profundos y arrebatados, para cambiarse la muleta por la espalda y dar gran un pase de pecho, saliendo el torero con enorme arrebato y dando un espadazo al aire. La plaza crujió en olés tras cada muletazo y en una atronadora ovación tras rematarse la serie. De golpe y casi sin avisar, el gran acontecimiento comenzaba a producirse. El torero, gracias a su técnica y a su gran decisión había logrado hacer romper al toro y acoplarse absolutamente a él. La conjunción era total y la emoción del mejor de los toreos y el galope y la boyantía del toro llegaron inmediatamente al público, que entró en la faena con una fuerza tremenda.

Tras esta primera serie, Aparicio se había transfigurado del todo. Totalmente entregado y roto, su rostro y su cuerpo reflejaban la más absoluta emoción y el más tremendo abandono.
Sin más dilación montó otra vez la muleta sobre la derecha e inició una nueva serie citando con la pata alante y descarándose abriéndose la chaquetilla con la mano izquierda. Llegó de esta forma una nueva serie con cuatro portentosos derechazos, luego un cambio de mano interminable y cerrando con un sublime trincherazo con la zurda sin ayudarse del estoque simulado, desplantándose nuevamente invadido por la emoción.
Sin solución de continuidad se cruzó con el toro para citar ahora sobre la izquierda y en una corta distancia, trazando cuatro naturales perfectamente enganchados y llegándole muy cerca al toro con los vuelos, rematando la serie con un monumental pase de pecho, saliendo andando de la cara totalmente desbordado de felicidad.
Regresó entonces a la mano derecha para, cerca de "Cañego" y con la muleta retrasada, bordar un derechazo sublime por profundidad y ajuste, y tras cruzarse y provocar mucho la arrancada con toques secos y atacando con el pie, extraer dos nuevos muletazos diestros de excelsa profundidad y largura, siguiendo con un trincherazo y un nuevo derechazo para salir andando con tremenda torería a recoger la espada, que le entregó en el tercio su propio subalterno "Villita".

Aun embriagado por la emoción, Julio tuvo lugar de tomarse su tiempo para, con parsimonia, regresar al encuentro del toro ahora ya con el estoque de verdad. Una vez lo hizo, se perfiló dándole los adentros al bravo para poner un magnífico broche de oro a su obra, citando genuflexo con la mano izquierda para dar así tres pases por bajo sensacionales y, ya erguido, trazar un monumental pase de pecho. Justo ahí, tras el último muletazo y necesitando solo un pasito lateral, quedó cuadrado "Cañego" entre las dos rayas y en la suerte natural. Llegó aquí la hora de la verdad y el público, consciente de ello, contuvo su júbilo para guardar un respetuoso y mágico silencio, que rompía un inevitable y expectante runrún.
Julio Aparicio lió la muleta debidamente, se perfiló y se columpió primero levantando los talones y una vez colocado, antes de hacer la suerte se tomó unos segundos de oro para ganar en concentración y sentir la suerte suprema. Entonces se acercó un poco la muleta hacia su cuerpo y a la vez que provocaba con la voz se la echó al toro a ras de suelo y arrastrando el pie izquierdo en su salida. "Cañego" humilló y descubrió la muerte y Julio sacó contundentemente su brazo derecho para hacer la cruz y enterrar la espada hasta los gavilanes. El silencio se rompió de puro estruendo y el torero, casi fuera de sí trataba de evitar que su cuadrilla tocase al toro. La estocada era sublime, en la misma yema y con la trayectoria perfecta. El toro de Alcurrucén, herido de muerte, no tardaba en echarse entre las dos rayas y rápidamente fue apuntillado por Pedrín Sevilla.
La petición unánime y atronadora estallaba exigiendo las dos orejas, que fueron pronto concedidas por el palco. El torero, mientras tanto, ajeno a la concesión de los trofeos lloraba desconsoladamente en el estribo. Lloraba Julio como lloran los hombres y como lloran los toreros. Lloraba de pura emoción y felicidad. Lloraba porque había logrado poner boca abajo la primera plaza del mundo. Lloraba porque había logrado la puerta grande el día de su confirmación. Lloraba porque se cumplía un sueño, pero sobre todo, sus lágrimas eran la expresión más grande de lo que suponía haber cuajado al toro toreando con el corazón y con el alma y de haber expresado su más profundo ser haciendo el toreo.
El público le obligó a dar dos clamorosas vueltas al ruedo y tras lidiar "Jesulín" sin pena ni gloria al sexto, su vuelta al ruedo en hombros bajo las notas de "Marcial eres el más grande" y la salida en volandas por la Puerta Grande fue una de las bonitas y clamorosas de cuantas se recuerdan en la Monumental Plaza de Toros de Las Ventas.
Aquella faena de la que ahora se cumplen 25 años, ha sido una de las obras más impactantes y recordadas de cuantas se han podido presenciar en una plaza de toros. Aquel 18 de mayo tuvo lugar un hito que más allá de las dos orejas o la puerta grande que lanzó a un torero como nueva figura, fue mucho más. Fue una faena mágica y estruendosa de tan solo 26 muletazos (sin contar el inicio antes del cite de largo) que supusieron un monumento al arte de torear. No fue la faena más pura, tampoco la más estética, ni mucho menos la de mayor compás ni naturalidad. Pero lo que tuvieron esos 26 muletazos fue la emoción más absoluta. Una emoción tremenda que provocó la entrega, el júbilo y el delirio más absoluto de todas las personas que abarrotaban la plaza, desde el más ignorante hasta el mejor y más entendido aficionado. Y esta emoción se produjo directamente desde lo que el torero expresaba con el alma y su corazón gracias también a la no menos vibrante embestida del toro, un toro que fue muy agradecido a la lidia y a la actitud del torero y que acabó, como los toros bravos, yendo a más y a mejor.
Natural de Aparicio en Las Ventas a un toro de Garcigrande el 3 de junio de 2008, la tarde de su regreso a Las Ventas tras la cornada y en la que no cortó orejas pero dejó muchos muletazos para el recuerdo.

La emoción de esta faena fue tan inmensa que a día de hoy, tras un cuarto de siglo en el que ha sido reproducida en diferido hasta la saciedad, no ha sido con ello sino magnificada aún más su grandeza.
Ahora bien, esta faena del 94, siendo el suceso más grande de cuantos logró protagonizar Julio Aparicio a lo largo de su carrera, porque fue en Madrid, fue también la tarde de su confirmación y una faena total en lo que a emoción se refiere; pero este torero ha sido muchísimo más que esa faena; es más, esa faena es un pequeño apunte de lo que Julio ha sido como torero.
Como decíamos en el inicio de esta entrada, Julio Aparicio ha sido un torero único e incomparable como pocos, pero no solo por su sentimiento, su arrebato y su inspiración, sino también por su pureza, su sentido del temple, su personalidad, su naturalidad, su gusto, sus muñecas rotas, su compás y también su gran capacidad. Sus más grandes faenas fueron muchas y durante muchos años, desde sus tiempos de novillero hasta su etapa de matador veterano. Faenas como las que hizo de novillero en Sevilla, El Escorial, Huelva, Granada o Murcia o de matador en plazas como Salamanca, Ronda, Barcelona, Málaga o Nimes y un larguísimo etcétera, aunque no son tan recordadas, tuvieron una calidad y una categoría superiores a la de Las Ventas en 1994, pero esa tarde, sin lugar a dudas, fue única y especial por muchísimos motivos.
Su carrera sin embargo, a pesar de que tuvo etapas de enorme categoría y regularidad, fue una trayectoria de claroscuros y de idas y venidas. En 1998 con el sitio y la confianza bajo mínimos y tras unas cuantas tardes desastrosas, Julio decidió retirarse y darse un tiempo, regresando varios años más tarde a los ruedos. El Domingo de Resurrección de 2008 sufrió una grave cornada en Las Ventas, al entrar a matar a un toro de El Puerto de San Lorenzo. Era la primera que sufría en su carrera, pero logró superar el trance y prueba de ello fueron varias faenas importantes que realizó esa misma temporada tras reaparecer e igualmente en la temporada de 2009. El 20 de mayo de 2010 realizaría en Nimes la que seguramente fue su última obra maestra, una verdadera lección magistral, al cuajar de forma sensacional a "Ropalimpia", un gran toro de Núñez del Cuvillo al que cortó las dos orejas.
Natural de Aparicio a "Ropalimpia" en Nimes
El día siguiente, afrontaba su compromiso en la feria de San Isidro con una corrida de Juan Pedro Domecq junto a Morante y El Cid. El primero de la tarde, un imponente jabonero llamado "Opíparo", al dar un pase natural le derribaba al ponerle una zancadilla con los posteriores, para luego en el suelo propinarle una brutal y espeluznante cornada. Un trance lleno a la vez de mala fortuna por el derribo y por ser empitonado pero también un milagro absoluto por el recorrido del pitón bordeando zonas vitales y salir limpiamente. Poco tiempo después sufrió además el torero graves lesiones en el talón de Aquiles y los ligamentos de la rodilla, pero lo cierto es que Julio nunca volvió a ser el mismo tras aquella cornada. En 2012, tras dos desastrosas tardes en San Isidro, al término de la segunda de ellas, en un acto de vergüenza torera le pidió a su compañero de cartel "El Fandi" que le cortase la coleta.

En 2014 reapareció vestido de luces toreando una corrida en la plaza de Manzanares, en la cual de nuevo estuvo muy desafortunado y desde entonces no ha vuelto a vestir el chispeante, aunque sí ha actuado en estos años en diversos tentaderos públicos y festivales, el último el pasado 28 de febrero en la plaza de toros de Alcalá del Río.
Su carrera, aparentemente acabada, ha tenido una recta final muy triste e injusta que aunque empaña enormemente su trayectoria, no puede ni debe hacer olvidar lo que ha sido como torero. Y Julio ha sido mucho más que las morbosas imágenes de una cornada terrorífica y que sus apariciones mediáticas por circunstancias ajenas a lo estrictamente taurino.
Julio Aparicio Díaz ha sido un torero genial e incomparable y en cualquier caso, su toreo, hecho desde adentro como pocos lo hicieron, nunca puede caer en el olvido, pues faenas como la que hace hoy veinticinco años realizó a "Cañego" llevan marcadas el sello de lo eterno...

Fotografía de José Aymá.
Mario García Santos (@mario_garsan)

No hay comentarios:

Publicar un comentario